Adoro llegar a mi casa en las tardecitas de invierno, encender la estufa de leña y sentarme a oír el crepitar del fuego y a mirar las llamas. Y no hacer nada nada más. Al entrar recojo cuidadosamente todos los folletos y revistas de los distintos comercios anunciando ofertas que han metido bajo mi puerta, y sin leerlos los coloco en una pila frente a la estufa; cuando el fuego está flameando voy cortando tira tras tira y los dejo arder. Al quemarse, la tinta -supongo- genera unos hermosos colores que van de los verdes a los azules intensos. Cuando no tengo folletos compro revistas: Gente, Noticias, Hola, ese tipo de revistas con mucho color. Los diarios no sirven, ya probé. Este ritual -el de mirar el fuego- lo cumplo siempre que puedo, es casi una terapia. No es manía, ni obsesión.
Más tarde, cuando siento hambre, me preparo algo de cenar, una bolsa de agua caliente y después de comer me pongo el pijama que con anticipación había extendido sobre el radiador del dormitorio (me da frío ponerme el pijama si no está calentito), me meto en la cama y me duermo. Al día siguiente me levanto temprano como siempre y me voy a la oficina.
Hoy volví a casa en el ómnibus repleto pensando solamente en sentarme frente a la estufa a no hacer nada, pero hubo un inconveniente que me lo impidió: no había leña y ya era tarde para llamar a la barraca y pedir que trajeran más. Yo ya estaba alterada porque después de un día difícil lo único que quería era prender el fuego y quemar papelitos. Lo intenté de todos modos, quemando todo lo que se podía quemar: comencé con las cucharas de madera de la cocina, aunque me repetía que luego no iba a poder cocinar. Traté de tranquilizarme pero no conseguí detener la ansiedad.
Quemé las escobas que largaron un olor a plástico repugnante, luego traje los palotes de amasar, la ensaladera de madera tallada que compré en Brasil en el último viaje, las esculturitas africanas que cargó la tía para mí mientras duró la excursión que la paseó sin descanso por varios países de varios continentes -me lo echa en cara cada vez que voy a visitarla- todo lo iba echando a la estufa en una especie de arrebato apasionado. Algunos objetos ardían rápidamente y se consumían sin dejar siquiera brasas, y a otros les costaba encenderse como si fueran leña verde y para mejor, mojada. En esa vorágine quemé aquella sillita hamaca medio desarmada que estaba guardando para llevar a reparar que me regaló la abuela hace unos años, los libracos encuadernados en cuero que heredé del tío, fotografías viejas, las paneras de mimbre, cajitas de madera, los individuales de pajita, todo lo que me parecía inflamable, pero que no fuera de plástico (aprendí de la experiencia con la escoba). Descolgué los cuadros de las paredes y los fui metiendo en la estufa, enseguida mi sentido del olfato se ofendió con el olor que despedían, así que con ayuda de un destornillador medio torcido -única herramienta que poseo- les arranqué los marcos y quemaba solamente la madera. La cama es de hierro y no hubiera tampoco logrado desarmarla, las sillas del comedor también. Intenté sacar las puertas hasta quedar agotada pero fue imposible, sus goznes parecían estar soldados. Con la mesa ni me metí, no iba a lograr desarmarla y no quería frustrarme nuevamente. No poder con las puertas había sido suficiente como fracaso.
Cada frustración me incitaba a buscar algo más para quemar, y ya no encontraba nada apropiado. Empecé con los repasadores pero enseguida me di cuenta de que la tela ahumaba y no se encendía. En ese momento recordé que tenía un bidón de querosén guardado en la cocina. Lo arrastré hasta el living. Amontoné alfombras, cortinas, manteles, toallas, sábanas, almohadones y mantas, ropa, zapatos. Dejé poca cosa: lo imprescindible para poder ir a trabajar, para dormir sin frío y también para bañarme: algunas prendas de vestir, dos mantas para la cama, dos juegos de sábanas, dos toallas.
Ya estaba más serena, y midiéndome, con toda la lentitud que era capaz de mantener, quemaba la punta de una media y la apagaba, la prendía nuevamente, disfrutando todos los pasos para prolongar el placer. No consumaba el deseo. Todo el resto lo fui empapando con querosén y quemándolo con deleite. Estuve la noche entera así. Miraba como todo ardía con un gozo indescriptible. Se me hace agua la boca solo de acordarme. El querosén, al igual que la tinta -supongo- le daba a las llamas el mismo color verdeazulado.
Ahora estoy ahorrando para hacer una estufa más grande. Quiero nuevas experiencias, estoy excitada.Ya me dieron el presupuesto. Cuando llegue el verano comienzo con la obra. Me dijo el albañil que es mejor trabajar en verano porque llueve menos. Va a tener tres metros de altura. Cuatro de ancho. Compré seis sillas vienesas de madera laqueada, un saco de piel en la feria (no sé qué pasará con la piel). Conseguí una hermosa biblioteca de madera, antigua, giratoria -inglesa, me dijo el del anticuario-, una bicoca. Por suerte pude pagar con tarjeta. Me quedo extasiada en las vidrieras de las mueblerías, de los bazares, de las casas de decoración. ¡Ah! Y en un remate también compré un juego de dormitorio Luis XVI: cómoda con seis cajones, dos mesitas de luz, tocador con espejo y sillita, la cama imponente.
Etiquetas: octubre 05
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