Me dejé la cámara en la chacra, arriba de la mesa donde almorzamos. Por suerte, se me ocurrió llamar a Miguel, que con terrible buena onda, al volver de Punta del Este, la pasó a buscar por la chacra. Por eso, el domingo no pude tomar ningún registro.
Así que va otro cuentito…
Ya estaba harta, realmente harta. Todos los días topándome con la mirada fija, los ojos gatunos. Sí, el tipo tenía ojos amarillos. Y el siseo cuando pasaba a su lado. Como si ganara algo con sisearme. Él sabía que yo lo odiaba, y estoy segura de que todo lo hacía para molestarme. Como si disfrutara con mi odio.
Yo sé que soy inocente y que lo único que hice fue tratar de ayudarlo, así se lo dije al juez. Pero el juez es un viejo machista, eso es lo que es. “Te merecerías lo mismo”, pensé cuando vi la expresión de duda en su cara. No me creyó nada. Está convencido de que yo lo empujé. Y el abogado también, todavía lo veo blandiendo la estúpida botella como si fuera una prueba contundente: “ella lo alcoholizó, ella era conciente de sus debilidades. Lo incitó, lo empujó”. Otro boludo más. Otro que se merecería un castigo. Pero ellos no me importan, lo que me importa es la verdad. Y que se demuestre.
Me acuerdo de aquel día en el ascensor, subiendo a la oficina, cuando el tipo me refregó en la espalda el sexo erguido con la excusa de que íbamos apretados. Yo hice como si me tropezara y le clavé con toda mi fuerza el taco aguja en el empeine. Él largó un alarido y todos se dieron vuelta a mirarlo. Yo también me di vuelta, no iba a dejar que se diera cuenta de que fue exprofeso. “Perdón”, le dije, con mi mejor cara de inocente, “te lastimé”. Y me di vuelta para salir del ascensor porque ya habíamos llegado al piso.
Ese día decidí que tenía que hacer algo para pararle el carro definitivamente. Decírselo otra vez no valía la pena porque él ya lo sabía, la última vez que me había invitado a cenar le había dicho que no, que no tenía ganas de cenar con él. “Sos tímida”, susurró el estúpido mientras cerraba la puerta de mi oficina, “qué lindo, me gustan las mujeres tímidas”. De ahí en adelante tuve que soportar una rosa blanca diaria sobre mi escritorio. Y yo todos los días la tiraba a la papelera. Después de eso, cada vez que veía una rosa blanca, me acordaba de él y me daban ganas de pisotearla.
El tipo me obsesionó tanto que pensé en matarlo, es cierto, lo pensé un montón de veces, aunque eso no se lo pienso decir al juez, ni que fuera idiota. Pensé en matarlo cada noche que me asomaba a la ventana del apartamento y lo veía dando vueltas por la esquina, hasta que logró que no saliera más al balcón, ni me asomara a las ventanas, es más, un día cerré las persianas y corrí las cortinas, y quedaron así, cerradas, dejándome confinada.
Logró que no me entusiasmara salir, porque surgía de la nada y caminaba a mi lado, aunque yo le dijera que quería estar sola. Pero no es mi culpa, él se obsesionó conmigo sin que yo tuviera nada que ver.
“Pobre”, pienso ahora, sentada, mirando la pared, “en realidad el tipo era un enfermo, tuvo mala suerte en obsesionarse conmigo”. Capaz que si se hubiera obsesionado con otra mujer, con alguna que pudiera haberse enamorado de él, nada de esto hubiera pasado. O sí, porque no puedo creer que exista mujer en el mundo capaz de aguantarlo. Pero a mí no me hubiera pasado nada, y ahora estaría en mi casa, planificando mis vacaciones.
El abogado, el de él, bueno, el de la familia, dice que todo fue premeditado. Pero no es verdad. Yo no premedito nada, nunca. Tengo ganas de salir y salgo, tengo ganas de comer algo y lo como, eso es lo bueno de vivir sola, siempre actúo por impulsos y nadie me dice lo que tengo que hacer; y en realidad la culpa la tuvo él, toda la culpa. Él me impuso una forma de vida que yo no elegí.
Por su culpa dejé de sentarme en la terraza, dejé todas mis costumbres. Ya no iba ni al cine, porque el tipo aparecía y se sentaba al lado mío, con un cartón de palomitas de maíz, y encima de tener que aguantarlo a mi lado, el olor dulzón y repugnante no me dejaba concentrar en la película.
Un domingo de tardecita viché a través de las cortinas para ver si andaba por ahí; en el cine que quedaba a la vuelta de mi casa daban una película que quería ver y estaba harta de mi encierro. No lo vi, así que decidí salir. Caminé las tres cuadras como una paranoica, mirando para todos lados con miedo de que me siguiera. Por suerte, no apareció. Saqué el ticket y entré. Había bastantes lugares libres, y elegí un asiento bien en el medio, como me gusta.
Apenas empezaron los cortos, vi, de reojo, que alguien se sentó a mi lado. Di vuelta la cabeza y lo vi, sonriente, ofreciéndome palomitas de maíz. El tipo en realidad no era feo: alto, flaco, con una sonrisa que otra persona que no fuera yo podría haber calificado como agradable y simpática. El pelo rubio y los ojos color miel, medio achinados, le daban un aspecto interesante. Por lo menos eso pensaba yo antes de que él empezara a perseguirme.
-Gracias, no quiero –le dije, y fijé la vista en la pantalla. El olor de las palomitas me empalagó y su presencia no me dejaba concentrar ni en los cortos. Me cambié de asiento, y me senté entre dos personas, cosa que no hubiera lugar para él, y al ratito escuché una voz que susurraba cerquita de mi oreja, desde atrás.
-Palomitas para la palomita –dijo, y me alcanzó el cartón.
-No me gustan –le dije con voz seca y fuerte, casi gritando –ya sabés que no me gustan. Todo el cine empezó a chistar. Me levanté y me fui, furiosa. El tipo me siguió. Ese fue el día. Y no me arrepiento, por lo menos de ahora en adelante no lo voy a ver más. Yo caminé rápido, mirando hacia la lejanía, como si él no existiera.
-Qué te pasa, qué hice, por qué te fuiste, estás enojada –no paró de hacerme preguntas y aunque no le contesté nada, caminó a mi lado hasta llegar a casa. Mi odio crecía por segundos, me latían las sienes de la impotencia.
-No me invitás a subir –me dijo, inmune a mi maltrato- me encantaría conocer tu casa. Ahí recién se me ocurrió, pero eso no es premeditación.
-Bueno –le contesté- pero andá y comprá una botella de whisky, que no tengo nada para tomar. Con un ademán le señalé el supermercado de enfrente, que estaba abierto.
-Pero yo no tomo whisky –dijo él, como si eso me importara.
-Bueno, yo sí –le contesté, tajante- y si vas a conocer mi casa, tenés que tomar whisky, es lo único que permito que se tome en mi casa. Busqué la llave en la cartera. Yo voy subiendo, tocá el timbre cuando llegues. Es el piso cinco –dije, mientras metía la llave en la cerradura.
-Ya sé –me contestó- ahora vuelvo. “Estúpido”, pensé, “ya sé que ya sabés.”
-Y traé whisky escocés, del bueno -agregué y sin esperar una respuesta abrí la puerta y entré al pallier. Cuando subí al ascensor, pensé que era una inconciencia dejarlo entrar a casa, que capaz que el tipo era agresivo y violento. Y que mi idea era una locura.
En realidad no tenía una idea clara de lo que iba a hacer, solamente había pensado en emborracharlo. Como en las películas, iba a disolver una píldora de dormir en su vaso y eso con el whisky iba a ser una bomba. Mejor le doy quince píldoras, pensé, eso debe bastar para matar a un elefante. Pero no, no se podía morir en mi casa con una sobredosis de tranquilizantes. Es verdad que pensé que quería matarlo, pero era medio a nivel subconsciente, no tenía una idea elaborada, ni siquiera estaba, digamos, segura de animarme, ni sabía cómo hacerlo. Solamente pensé que si yo me emborrachaba un poco y lo emborrachaba a él bastante, iba a ser más fácil. Lo podría inducir a que se sentara, por ejemplo, en el balcón de la terraza y darle un empujoncito, así, como quien no quiere la cosa.
Bajé del ascensor arrepentida de haberle dicho que subiera. Abrí la puerta del apartamento, entré y la cerré con dos vueltas de llave. Puse la cadena. “No, no lo voy a dejar subir”, decidí, mientras sacaba hielo de la heladera y lo ponía en la hielera. “Qué te va a hacer ese infeliz”, me dije,”basta de paranoias, decidite de una vez: hoy terminás con el problema”. Puse la hielera en una bandeja, dos vasos; con una cuchara aplasté una píldora para dormir (por las dudas, para tener eso a mano) y la dejé bien molida, casi polvillo, y puse ese polvo molido dentro de un pocillo de café que dejé a un costado, sobre la mesada de mármol.
Fui hasta el living y abrí todas las persianas, y la puerta que daba al balcón. El aire tibio de la noche entró a la casa, cerrada desde hacía tanto tiempo. Aspiré con deleite el aroma de los jazmines de la enredadera del patio vecino. Puse una mesita en la terraza, y dos sillas enfrentadas, una a cada lado de la mesa, no fuera que el tipo quisiera sentarse a mi lado. Volví a la cocina y llevé la bandeja a la terraza, la dejé sobre la mesita de hierro forjado. Estaba en eso cuando sonó el timbre, la chicharra de la puerta de abajo. Dudé un segundo, pero fui y apreté el botón para abrir sin preguntar quién es. Calculé el tiempo que iba a demorar el ascensor (lo tengo más que incorporado), saqué los cerrojos y la cadena y me apoyé contra la pared, al lado de la puerta.
Cuando escuché los nudillos golpeando con suavidad la madera de la puerta estiré la mano y abrí, y con un ademán lo invité a pasar, sin una sonrisa. Él me alcanzó la bolsita de nylon blanco de supermercado con la botella adentro.
-Dejala sobre la mesita de la terraza –le dije- dame la bolsa que la tiro a la basura, y sentate que ya vuelvo. Le dije todo así, de un chorro, con un tono imperativo; el tipo se humillaba tanto que me volvía realmente sádica.
Al salir de la cocina lo vi sentado donde yo le había ordenado, mirando hacia el cielo. Fui hasta ahí y me senté en la otra silla, sin mirarlo. Puse hielo en los vasos y los llené casi hasta el borde de whisky. Terribles faroles, una grosería. Le alcancé su vaso, agarré el mío, le dije salud y tomé un sorbo que me reconfortó. El primer sorbo es lo mejor. Lo miré y vi que él se llevaba el vaso a la boca y apenas mojaba los labios.
-¿Qué te pasa? –le pregunté, con tono burlón. Sos abstemio o tenés miedo de hacer papelones, dale, tomá un trago como la gente, no me gusta tomar sola. Él me miró, con una expresión extraña y levantó el vaso y tomó un gran trago. Yo noté que lo disfrutaba. Hubo un silencio.
-No –me dijo al rato, como si hablara para sí mismo. Soy alcohólico, hace casi dos años que no tomaba alcohol. Y se llevó el vaso a la nariz y aspiró con fruición. Yo me quedé mirándolo, asombrada.
-Y entonces –le dije después de otro silencio- dos años, dos años y tomás de nuevo solo porque yo te digo. Mejor dejá el vaso y andate. Al decir eso me sentí una samaritana, si el tipo tomaba era porque quería, yo no lo estaba obligando.
-Yo haría cualquier cosa que me pidieras –dijo, con un tono meloso y repugnante. Volvió mi odio.
-Y bueno, parece que no me escuchaste, dejá el vaso y andate –le contesté, con rabia. Él seguía con el vaso en la mano, mirando el líquido. Se lo llevó a la boca y lo vació, dando grandes tragos. No veo que hagas lo que te pido –agregué, con sorna. Él no me contestó, tiró los pequeños trozos de hielo derretido al piso y llenó nuevamente el vaso sin agregarle hielo.
-En verdad, esto es lo mejor que me pasa en dos años –dijo, mirando el vaso. La mirada hacia el vaso se me antojó cariñosa y un poco desesperada.
-Bueno, hacé lo que quieras –le contesté- tu vida es tuya. Y me paré contra la baranda a mirar para abajo. Él se levantó y se paró a mi lado.
-De verdad querés que me vaya –dijo, con un tono muy bajo. Miraba al cielo, la luna menguante brillaba sobre los edificios de enfrente con una luz azulada.
-Sí –le dije, mirándolo. Enseguida desvié la mirada, él tenía los ojos entrecerrados, como si mirara hacia adentro y los labios apretados le daban una expresión dolorida, angustiosa.
-Tenés razón, tengo que irme –agregó después de un silencio, con un tono extraño, como ahogado; levantó el vaso lleno hacia el cielo y después lo puso frente a su cara, como si fuera un cáliz, lo sostuvo un rato así, mirándolo y luego tomó todo el contenido del vaso. Los tragos, lentos, estaban cargados de sensualidad. La nuez del cuello subía y bajaba. Después miró el vaso vacío y lo tiró a la calle. No lo tiró con rabia, hacia abajo; lo sostuvo un instante sobre la palma de la mano derecha, mirándolo, y lo tiró hacia arriba, acompañando el vaso con la mano, con un movimiento como el de un director de orquesta que marca un in crescendo. Enseguida se sentó sobre la baranda y saltó al vacío. Así nomás.
Por supuesto, me quedé helada. Miré hacia abajo, el tipo estaba despatarrado sobre la vereda y un charco de sangre formaba una aureola cada vez más grande alrededor de su cabeza. El lugar enseguida se llenó de gente, y una mujer miró para arriba y señaló mi apartamento. Todos miraron hacia mí. Reconocí a la mujer: era la flaca antipática, la dueña de la fiambrería de enfrente. Me odia, desde aquella vez que armé un escándalo cuando fui a devolverle el jamón que le había comprado porque tenía olor a podrido. Cerda. Y encima no me devolvió la plata, me dijo que ese jamón no era de ahí. Nunca más fui a comprar nada, claro.
Después todo fue un vértigo: sirenas, ambulancias, coches de policía, los policías en mi casa haciéndome preguntas estúpidas, mirándome con cara de que yo era una asesina (parece que abajo, alguien dijo que vio cuando yo lo empujé, ahora estoy segura de que fue la fiambrera); yo esposada con el policía llevándome del brazo, la cara incrédula de la vecina asomada a la puerta entreabierta del apartamento de al lado, el portero en el hall cuchicheando con la chusma del primer piso y los dos mirándome de reojo, el charco de sangre, las caras de la gente en la vereda, muchos ojos mirándome, los murmullos reprobatorios, el viaje en el coche de la policía, la comisaría, la prueba de alcoholemia, el juez, el abogado de la familia que me acusa, este cuartito donde me tienen encerrada, las mujeres policías, las mismas preguntas una y otra vez. Estúpidos y estúpidas. Lo hubiera empujado, es cierto, pero no lo empujé, él saltó solo. Creo. Ahora todo se mezcla en mi cabeza. Pero la botella no es prueba de nada.
Etiquetas: noviembre 05
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