No registros. Va cuentito:
Hora de la siesta
Montevideo es un horno en verano. El calor es sofocante. Mi frente está empapada, tengo la piel pegajosa aunque apenas llegué a casa me saqué la ropa, me dí una ducha con el agua bien tibia -nunca fría porque al rato termino sintiendo mas calor- y luego me puse un vestido suelto y fresco. Me desplomo en el sillón hamaca del patio, debajo del techo protector de la glicina, miro hacia arriba: veo el verde intenso, recortado de pedacitos de cielo celeste. Las hormigas recorren las hojas repitiendo un camino que aparentan reconocer, como si no se dieran cuenta del calor. No me explico cómo la glicina sigue llena de hojas con la cantidad de hormigas que la podan día y noche. Este es mi lugar preferido. Bajo la glicina. Desde fines de setiembre, cuando se llena de brotes que atraen a los gorriones. Siempre los espanto, si se comen los brotes voy a tener menos flores. También me recuesto bajo ese techo -lila en setiembre- cuando florece. Sus delicados racimos cuelgan perfumados, esplendorosos... es más agradable, en octubre todavía está fresco y de las flores emana un aroma envolvente. Seductor. En invierno la glicina no es linda, se queda seca y retorcida, puro esqueleto, pero deja pasar el sol entre sus ramas de savia dormida. Está bien. La glicina se merece un descanso. A las ratas también les gusta la glicina. La usan para acercarse a la cocina. En verano no se ven ratas en mi patio porque ya las envenené a todas. Todos los años comienzo a poner veneno en primavera, que es cuando se reproducen y andan hambrientas hurgando por todos lados, se vuelven más audaces y se devoran el cebo con voracidad. A los cuatro o cinco días empiezan a aparecer medias atontadas, por los rincones del patio. Tengo que darles un palazo para rematarlas. Esta primavera maté así a doce ratas. Pero grandes había solo tres, el resto eran pichones. Capaz que otras murieron en la casa de algún vecino. No lo sé. El veneno las deshidrata y les provoca hemorragias. Una de ellas estuvo desesperada por un poco de agua: una mañana cuando fui a lavar ropa a la pileta encontré la canilla toda enchastrada de sangre. La rata seguramente se había estirado -no entiendo cómo, pero ellas son ágiles y elásticas como gimnastas- hasta la canilla que goteaba. A esa la encontré ya muerta, atrás de una maceta. La reconocí por la boca ensangrentada. Inhalo el aire caliente, el día está pesado y húmedo. Este enero está insoportable, para hoy anunciaron treinta y ocho grados. Voy a buscar el ventilador. Lo enchufo en la cocina y lo pongo en tres, dirigido hacia la hamaca. Ahora sí, me recuesto nuevamente. El único problema de la glicina es que crece y crece, es imposible de sosegar. Es una planta invasiva, me dijo el tipo del vivero cuando la compré. Yo misma la planté. Hace diez años. Hay que vivir podándola, aunque es cierto que las hormigas ayudan. Larga esas guías que se trepan por todos lados. Ayer corté unas cuantas, pero no hacía tanto calor. Algunas estaban ya enredadas en el balconcito de hierro del patio. Había una que se había introducido por la ventanita de hierro de la cocina, la que siempre dejo abierta. Estaba trenzándose en la jaula vacía -al pobre canario se lo comió una rata aquella noche que me olvidé de entrarlo- esa que nunca me decido a tirar. Otra había trepado muy alto entrelazándose con la hiedra, subía por el muro y se metía en la casa de al lado. Empecé a tirar de ella y arranqué como diez metros de guía. Tuve que hacer fuerza. El soplo del ventilador simula una brisa fresca. Es tan grato. Cierro los ojos. El calor me adormece. Una rama de la glicina, esa que no conseguí cortar por más fuerza que hice me roza la frente. El aire agitado por el ventilador la mueve, y trae consigo el aroma del romero. La tengo que cortar, ya está muy larga. Mañana. Mañana la corto, ahora tengo sueño. Me hace cosquillas en la nariz, en las orejas. Me abraza. Como un amante. La dejo, imagino que me acaricia. ¿Sentirá, la glicina? Llega hasta mis pies, los circunda, la siento crecer, engrosarse lentamente, el abrazo se vuelve más fuerte, estoy rodeada por la guía que ya es del grosor de una rama, me sofoco, me cuesta respirar, ¿es el calor? Trato de incorporarme, zafar del envoltorio y no puedo, le grito, le grito a la glicina, pero la rama sigue adelante, sigue su trayecto prefijado sin intimidarse, ya no puedo mover los brazos ni las piernas; el brotecito suave enlaza mi garganta dando dos, tres, cuatro vueltas, y aprieta, finalmente.
Etiquetas: octubre 05
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