AUTORRETRATO http://05
5.6.06
  20 de noviembre 05, domingo.

Domingo igual. Va cuentito.

Casa Embrujada

Un chillido agudo y espeluznante corta el aire. Cualquier chillido es espeluznante a estas horas. Debe andar por ahí esa lechuza que aparece algunas noches. Voy hasta la puerta, atisbo a través de los visillos, la calle parece tranquila: no hay ni un alma por los alrededores. Salgo al patio y recorro el jardín, tampoco hay movimientos inusuales. Es una noche hermosa, se ve brillar la luna entre las hojas de las palmeras que una brisa suave apenas mueve. Vuelvo a la sala y enciendo la televisión, mirarla me distrae aunque no haya nada que me interese, y especialmente cuando no consigo dormir me ayuda a no pensar. Dejo los faroles exteriores encendidos, por cualquier cosa: en la oscuridad lo insensato siempre se me revela como posible. En cuanto me mudé una vecina me contó que en el barrio se decía que esta casa estaba habitada por un fantasma. Una fantasma, si es que los fantasmas pertenecen a algún género, y que muchos la han visto vagar por los jardines durante las noches en las que la luna exhibe como hoy su forma de guadaña. A la antigua propietaria la mataron aquí y se sospecha -yo nunca podría asegurarlo, dijo- que alguien la fue envenenando de a poco, debilitándola hasta que un día no pudo salir más: sus piernas se negaban a sostenerla y con gran esfuerzo apenas andaba por la casa y por el jardín ayudándose con su bastón. Mientras vivió venía a diario una chica a cuidarla: hacía los mandados, le preparaba la comida, la aseaba, ordenaba todo el caserón a cambio de unos pocos pesos, y se iba apenas caía el sol, dejándola pronta para pasar la noche; poco antes de que se fuera llegaba otra señora que se quedaba a dormir con ella, que como única remuneración recibía un plato de comida y a veces alguna prenda de ropa en desuso. Como esta señora se iba en las mañanas muy temprano la vieja se quedaba sola unas dos o tres horas, todos los días. La chica que limpiaba la encontró una mañana tirada en el piso, muerta; tenía varios golpes en la cabeza (durante la corta investigación realizada la policía halló un palote de amasar con restos de sangre seca). Todos odiaban a esa vieja, hasta los vecinos, y nunca se supo quién la mató ni a nadie le importó. Tenía tres sobrinos varones -ella era viuda y sin hijos- que venían muy poco a visitarla; algunos opinan que fueron ellos los que le dieron el golpe de gracia -seducidos por la herencia, claro- pero pudo haber sido cualquiera, había muchas personas con sobrados motivos para desear su muerte. Dicen que la mujer tenía mucho dinero escondido en algún lugar de la casa, monedas de oro, joyas que habían pertenecido a su familia, platería; y que antes que muriera el marido (él murió de un infarto bastante joven, tendría unos cuarenta años) llevaban una vida de reyes. En cuanto murió la tía, los sobrinos vendieron la casa, mandaron los muebles y todas sus pertenencias a remate, hasta la alfombra manchada de sangre. Nunca más se supo nada de ellos. “La casa embrujada”, como la llamaban en el barrio, quedó abandonada durante años hasta que yo la compré. En mis noches de insomnio recuerdo reiteradamente esas fábulas -la vecina relató muchas otras historias, pero como la considero una chismosa incurable nunca le presté demasiada atención- y con una creciente obsesión carente de argumento me pongo a buscar alguna huella, algún vestigio de la vieja. Una noche me pareció verla, encorvada, vestida de negro, intentando excavar con su bastón cerca del viejo fresno. Me asusté. Cerré las cortinas, me senté frente a la televisión -mi consecuente y contradictorio escape de los espejismos- y evidentemente me dormí: al día siguiente me desperté en el sillón, medio entumecida. Cuando salí al patio me di cuenta de que lo que había admitido como una aparición en realidad había sido la sombra de la ropa que colgaba en el secadero movida por el viento.

Me enojé conmigo misma por creer cualquier absurdo. Por supuesto -y contra toda lógica, obedeciendo un impulso ignoto- fui enseguida a la ferretería y compré una pala de cavar y un pico para deshacer terrones. Cavé todo el fin de semana esperando -sin confesármelo- encontrar aunque fuera una moneda de oro, hasta que me salieron ampollas en las manos. No desenterré más que algún ladrillo, una botella de yogurt cascada, unos vidrios rotos y algún hueso de ossobuco.

Basta de historias de ultratumba, pienso, e intento concentrarme en la tele. Otro chillido me sobresalta. Miro al patio: ahí está nuevamente la vieja, encorvada, vestida de negro. La lechuza está parada en una rama del fresno. La vieja se acerca, rengueando, golpea el vidrio con el bastón y con gestos me invita a acercarme. Esta vez la situación no me provoca miedo, tiene un insólito dejo familiar. Sin pensarlo dos veces, imprudente, salgo al patio. Se sienta en una silla de hierro y con un ademán seco me indica otra. Me cuenta, con una voz profunda -una voz equivocada que surge de la noche- la verdadera historia de su vida. Le creo. Todos tenemos nuestros secretos. Es una historia despreciable, y la culpa no la deja descansar en paz. En un extenso monólogo revela sus mezquindades, su miserable avaricia, sus pequeñeces, sus crueldades, sus pérfidas arrogancias. Narra sus vicisitudes con el pavor y la certeza de saber que está muerta, de que ya es tarde para cambiar algo. Me asombra su honestidad: tampoco está segura de querer cambiar nada -si no fuera por los remordimientos. Mientras la escucho, me invade la inquietante sensación de estar excediéndome. La miro, escudriñándola, quiero saber por qué de esta forma extraña me reconozco en ella. Lentamente se desvanece en el aire. Es tarde, la luna ya se escondió y está comenzando a clarear; siento un enorme cansancio, como si de pronto muchos años se hubieran agregado a mi vida, y me angustia una turbia añoranza por circunstancias extraviadas. Me levanto, sosteniéndome con el bastón que continúa apoyado en la silla y camino para adentro, rengueando. Me pesan las piernas, no puedo enderezar la espalda. Arrastrando los pies, llego a mi habitación. Lo único que quiero es acostarme y dormir. Me quito la pañoleta, el sacón negro, las polleras, los zapatos, las medias negras. Tiro todo en un rincón. Con gran esfuerzo me meto en la cama. A esta chiquilina de mierda que hoy no vino mañana la agarro a bastonazos.

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