AUTORRETRATO http://05
5.6.06
  29 de noviembre 05, martes.

Sigo sin ganas de hacer registros. ¿Este será el fin de mi autorretrato? Va cuentito de nuevo.

El destino

Estoy en la parada esperando el ómnibus para ir a la Ciudad Vieja. Tengo que estar en Bartolomé Mitre y Rincón a las seis, y organicé cuidadosamente mis horarios para llegar en hora.

No me gusta llegar tarde. “La tuya es una característica típica de personalidades obsesivas”, me dijo un amigo que estudia psicología y vive analizando cada pequeñez que digo o acto que hago. Desde ese día atrasé mi reloj para no ser tan puntual, como si eso corrigiera algo, y quedé obsesionada por que no se note mi obsesión.

Llega el 116, subo y pago el boleto. A esta hora nunca está demasiado lleno y siempre hay lugar para sentarse. Veo en el fondo un asiento doble desocupado, y me siento. Dejo mi bolso y la carpeta sobre el asiento vacío, a mi lado.

Hace mucho frío y los pocos pasajeros que hay están acurrucados, como si estuvieran encerrados en sí mismos. Sus cuerpos siguen el movimiento del coche, con un bamboleo monótono. Se escucha una música suave, como de sala de espera.

Extrañada, observo que el coche toma un camino que no es el habitual. Pienso que debe haber alguna manifestación, que debe estar el tráfico cortado, ya me ha pasado alguna vez. No le doy mucha importancia al hecho. Supongo que los demás pasajeros tampoco, puesto que ninguno muestra signos de inquietud. Miro al guarda, es un hombre muy gordo que va con la cabeza vuelta hacia afuera, con un aire indiferente que parece expresar que no hay nada irregular, nada de qué preocuparse. Todavía falta un buen recorrido para llegar a mi destino “ya retomará el camino” pienso.

Antes de salir, cuando estaba ordenando las hojas sueltas que guardo dentro de la carpeta, encontré un texto impreso a chorro de tinta, en formato A 4, el mismo que habitualmente uso y que también usa mucha gente, por supuesto. Comencé a leerlo: “esto no es mío” pensé, desorientada, “creo que yo no escribí esto”. Lo dejé ahí para leerlo en el ómnibus y salí casi corriendo, apurada porque se me hacía tarde.

Abro la carpeta, saco el papel y retomo la lectura:


<< ... y el coche toma por caminos desconocidos, va a gran velocidad. Parece ir cada vez más rápido. Miro a los demás pasajeros –que no son muchos- pero ninguno demuestra signos de sorpresa. Sus cuerpos se bambolean apenas, acompasando el movimiento del coche, van con las cabezas bajas, un tanto inclinados hacia delante, casi acurrucados. Hace mucho frío. El guarda mira hacia afuera. Es muy gordo y tiene un aspecto distraído. Se escucha el sonido del motor y la música leve que emiten los parlantes de la radio del conductor.

El ómnibus se mete en un túnel. “No hay túneles en Montevideo, solamente aquel de 8 de octubre, cerca de Tres Cruces, y éste no es el camino, no, definitivamente no es el camino, debo haber tomado un ómnibus equivocado” pienso mientras me levanto, agarrándome con fuerza al pasamanos.

La velocidad del coche hace que me sienta insegura, como si me fuera a caer. Me acerco al guarda y le pregunto cuál es el destino del ómnibus. Vuelve la cabeza hacia mí y me mira extrañado.

-¿El destino? –me pregunta a su vez con un tono impaciente. ¿Cómo voy a saber cuál es del destino?

-Bueno –le digo un tanto irritada- yo voy a la Ciudad Vieja, y lo que quiero saber es cuál es el destino de la línea, porque me parece que me equivoqué de coche. Lo miro, el movimiento del ómnibus hace que le tiemblen los mofletes y una arruga vertical se le forma en la frente.

-Nadie se equivoca, nunca –dice, terminante. Las cosas que se hacen por algo se hacen, agrega. Y dando por finalizada la conversación dirige nuevamente la vista hacia la ventanilla. La respuesta me desconcierta y sin saber qué hacer, vuelvo a mi asiento. Miro mi reloj “voy a llegar tarde” pienso, un tanto obsesionada, no me gusta llegar tarde.

El túnel parece interminable. Y el tráfico se pone más denso, ahora está lleno de ómnibus que nos pasan por la izquierda y por la derecha, con rugidos de motores. Trato de leer los carteles que indican los destinos, esos carteles que llevan los ómnibus al frente, en la parte de arriba, pero me resulta imposible porque veo poco y no uso lentes porque me incomodan. El coche sigue a gran velocidad, recorriendo ese lugar anónimo, que parece no tener fin. No aguanto más. “Bajo y me tomo un taxi” decido, al borde de la desesperación.

Me acerco a la puerta de descenso y aprieto el botón para bajar. El guarda me ignora. Obstinada, me quedo parada al lado de la puerta. Al rato se acerca.

-No se puede bajar acá –me dice, con un tono paciente, como alguien que se dirige a un niño. No puede bajar hasta que lleguemos.

Su actitud es amable, y algo condescendiente.

-¿Pero hasta que lleguemos a dónde? –pregunto, cada vez más perturbada.

-Al destino, a dónde va a ser... –contesta con voz pausada, modulando las palabras y mirándome como si yo no entendiera lo evidente.

-¿Pero entonces cuál es el destino? –le pregunto, casi gritando, ya totalmente alterada. Me mira, mueve la cabeza de un lado a otro.

-El destino... –dice, con voz muy baja- el destino... >>

Levanto la vista del papel, querría seguir leyendo, pero ya me tengo que bajar. No sé bien qué vuelta di, ya me pasé, estoy casi en el puerto. Toco el timbre de bajada, el ómnibus se detiene con un chirrido de frenos. Me bajo. Tengo que caminar como diez cuadras. Ya son las seis y cinco. “Voy a llegar tarde, qué mierda” pienso obsesionada, y apuro el paso.

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